jueves, 26 de julio de 2012

El ROSTRO oculto del mexicano, masoquista social, lambiscón y con una cultura de ser mala sangre

*   La mentira refleja simultáneamente carencias y deseos de ambición desmedida, lo que es y lo que se desea ser.
¡Por qué son tan mendigos corruptos los políticos de México!

  Por: Rey Néquiz Villalba
En la literatura socioantropológica mexicana, muchas son las contribuciones que atentan preciar los rasgos del alma, las connotaciones específicas de la identidad nacional. En su multiplicidad, presentan diferencias ya sea  por valor intrínseco o por el método y la perspectiva ideológica. El proceso de identificación varía con base en las distintas modalidades, de reconstrucción de la historia nacional.
El novelista Octavio Paz escribe: “en nuestro territorio conviven no sólo distintas razas y lenguas, sino varios niveles históricos. Hay quienes viven antes de la historia, otros como los otomís, desplazados por sucesivas invasiones, al margen de ella. Y en acudir estos  extremos, varias épocas se enfrentan, se ignoran, se entre devoran  sobre una misma tierra o separadas apenas por unos kilómetros. Bajo un mismo cielo como héroe, costumbres, calendarios y nociones morales diferentes viven católicos”.

Octavio Paz en Laberinto de la Soledad narra “las épocas viejas nunca desaparecen completamente y todas las heridas, aún las más antiguas de mala sangre todavía. A veces, como las pirámides precortesianas que ocultan casi siempre otras, en una sola ciudad o en una sola alma se mezclan y superponen nociones y sensibilidades enemigas o distantes”.  
 
Pero la cultura mexicana indudablemente  ha ido asumiendo sus connotaciones precisas, marcadas por la coexistencia de una multiplicidad étnica. También desde el punto de vista de la modernización, su historia ha sido bastante excéntrica, asegura Amaldo Nesti, en su ensayo La Salvación del Laberinto.
Los estudios sobre él carácter y la mentalidad del mexicano son muchos y diversos. Las obras más significativamente  son las de D. Brading, P. Romanelli, E. Montes, Pedro J., Caro Bojora, quienes han puesto en evidencia el peligro de una actividad mística relacionada con la invención del carácter nacional.

Y el núcleo original de tal reconstrucción puede encontrarse en las obras de Ezequiel Chávez que destacan a principios y a finales del siglo, también son importantes las obras clásicas de Manuel Gamino, Julio Guerrero, Martín Luis Guzmán, sobre todo, de Andrés Molina Enrique, Julio Sierra y Carlos Trejo de Tejada.
El rostro gay del político mexicano
Para Amaldo Nesti tales estudios están permeados de un espíritu exquisitamente positivista. El Laberinto de la Soledad se coloca en modo transversal respecto del tiempo que corre hasta convertirse en examen de los modos de ser del mexicano a lo largo de la historia nacional que como pocas otras, es una búsqueda de la identidad, de una recompensa no reflexionada a la imagen de otro.
 
Así, “la soledad, el sentirse sólo, desprendido del mundo y ajeno asimismo, separado de sí, no es característica exclusivas del mexicano. Todos los hombres, en algún momento de su vida, se sienten solos”. En la vida cotidiana son diversas las ocasiones en que los sujetos prefieren cubrirse con una máscara. Con frecuencia, el mexicano se presenta como un ser que actúa con cautela que se enmascara la sonrisa.
 
Todo sirve para defenderse, con el silencio, la ironía, la resignación y la cortesía. Porque son para él importante las apariencias. De tal forma, la posición social y las apariencias son crueles en toda la sociedad. Los pobres despilfarran ostentosamente para ocultar la vergüenza de su pobreza, endeudándose para pagar las fiestas del pueblo, las fiestas de cumpleaños, las bodas prodigiosas y los funerales.
 
El uso de títulos nobiliarios fueron prohibidos con la Revolución de 1910, pero desde esa fecha hasta nuestros días aparecieron otros. No es como en otros países de América Latina donde son comunes algunos títulos como doctor o don. En México, en los estratos de la política, la burocracia y de las empresas es preferible ser licenciado o tener un nivel de escolaridad universitaria que implica una esfera específica de influencia y, todo esto, requiere tener el traje y la corbata como indicadores explícitos de poder.
 
El conseguir un título académico es menos importante que su uso social. No, son pocos los políticos que usurpan un título, sin jamás haberlo conseguido, el jefe de una oficina no es llamado por su nombre y apellido sino por su título, en general es “el Señor Licenciado”, como una forma de masoquismo social, que exhibe en nuestro país la corrupción política, -sin distingo de institutos políticos-, administrativa, social, cultural y empresarial.
 
El lenguaje formal que utilizan los políticos mexicanos es oscuro y enigmático, casi una gran arma de la autodefensa; al usar palabras y frases que aparentemente no tiene sentido, se tiende a proteger las emociones propias, a evitar el riesgo de un compromiso. Además, así se prodigan alabanzas y elogios para sentirse serviles.
 
El motivo es sencillo; el lenguaje tiene en la utopía y retórica vida propia: casi como si las palabras y no las personas se comunicaran entre sí. Las promesas vacías y las mentiras francas salen fácilmente, desde el momento en que las palabras no tienen su propio valor intrínseco. La franqueza y la sinceridad excesiva se consideran descortesías, aún las discusiones importantes deben ser precisadas por una “charla” sobre la familia o por comentarios irónicos de carácter político, por lo general sobre la política interna del país.
 
El lenguaje de la vida pública refleja lo que se acostumbra en la vida privada. Es un lenguaje formal que puede ocultar una infidelidad de sutileza. Algunas frases ornamentadas se usan con desenvoltura, desde la infancia, por otra parte, se enseña a decir el nombre agregando la expresión, “para servirle”.
 
Esa frase se repite  todo el tiempo, aquí el mexicano se presenta a otro como si fuese “su servidor”, como se acostumbra decir después de haber pronunciado el propio nombre. Hay palabras para todas ocasiones, con ellas se demuestran que lo que cuenta es hablar ingeniosa o cínicamente. Las frases afectuosas abundan y se utilizan en diminutivo y en sentido adulador en las confrontaciones de personas y tiempos, madrecita, padrecito, papacito, mi hijo (como dice la madre al dirigirse al marido). Constantemente se anuncia que todo sucederá  en un tiempo futuro presentado como “ahorita”, que puede ser después de quince minutos o quince siglos.
 
El insulto como significativo y el valor del verbo chingar, que domina las manifestaciones vernáculas y funciona casi como eje de la conversación de amplios sectores populares urbanos. “La palabra chingar, con todas estas múltiples significaciones, define gran parte de nuestra vida y califica nuestras relaciones con el resto de nuestros amigos y compatriotas. Para el mexicano la vida es una posibilidad den chingar o de ser chingado, es decir, de humillar, castigar, transar, engañar, defraudar y ofender.
 
La mentira, para ocultar sus verdaderas intenciones de los políticos, es otra máscara, esta de por sí. No tiende a engañar a los otros en cuanto a “nosotros mismos” sino que más bien pretenden ser lo que no es. La mentira refleja simultáneamente carencias y deseos de ambición desmedida, lo que es y lo que se desea ser.
 
Simular e inventar o más bien parece y así buscar la propia condición objetiva de la transa. La simulación mimética es una de las tantas manifestaciones del hermetismo del político mexicano que ocupa un espacio en las diferentes cámaras de senadores, del Congreso de la Unión, en los Estados y municipios, al igual que los propios dirigentes de los distintos partidos políticos y hasta empresarios ligados al poder.          

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